“He decidido descartar el divorcio, esa posibilidad no existe para mí. Voy a concentrar todas mis fuerzas en hacer que mi matrimonio funcione”

Esta afirmación tan rotunda me la decía un cliente hace unos días. Aunque no es su nombre real, voy a llamarlo Carlos.

Carlos roza los 40. Es inteligente, sociable, deportista. Tiene una sonrisa luminosa que últimamente escasea y un profundo amor por sus dos hijos.

Hace 10 años se casó con Blanca, una chica guapísima, divertida y brillante de la que se enamoró perdidamente.

Aparentemente son la pareja perfecta, pero su infelicidad ya se hace difícil de ocultar.

Discuten mucho. Se desgastan en guerras de egos interminables. Cada uno parece sacar lo peor del otro. Están extenuados, tristes, derrotados, asustados.

Llevan tiempo intentando mejorar su relación, pero, una y otra vez, ven como sus esfuerzos se hacen añicos en el fragor de discusiones cada vez más desagradables.

Hace unos días Carlos vino a verme y me comunicó su determinación. Me confesó que cada vez con más frecuencia, cuando las cosas iban mal, se le venía a la cabeza la posibilidad del divorcio.

“Me doy cuenta que tener esa puerta abierta me quita fuerzas para luchar por lo que de verdad quiero, que es que mi matrimonio vaya bien, que mi familia siga unida”

Carlos ha decidido quemar las naves. Para él ya no hay plan B. El divorcio no es una opción.

“Marisa, no sé cómo lo vamos a solucionar, lo único que tengo claro es que tenemos que encontrar el camino. No quiero, ni puedo, renunciar a mi familia.”

Querido Carlos, admiro tu valentía, tu fortaleza y tu inteligencia. Esas cualidades que te han llevado a ser un magnífico empresario, te van a ayudar ahora a centrar los esfuerzos en tu objetivo, sin escapes de energía que debilitan y confunden.

Has comprendido que el amor no funciona con medias tintas y quieres apostar todo a una carta, la de tu matrimonio. Intuyes que tu felicidad está ahí y has decidido ir a por todas. Estoy segura que tu actitud dará sus frutos.

Ya no siento nada por mi pareja